Algo, cualquier cosa. Poco después vino el golpe.
Algunos se acuerdan porque lo vivieron, otros porque lo leyeron. Para quienes no lo hayan vivido ni lo hayan leído, basta ir a una biblioteca y revisar diarios viejos. En el verano de 1976, el discurso era semejante: "Así no se puede seguir". "Salís a la calle y te matan". "Que alguien haga algo, lo que sea". Poco después, el 24 de marzo, vino el golpe.
El discurso es recurrente: "No se puede vivir". "No podemos seguir así". "Nos matan por 20 pesos".
Acto seguido, se reclama: "Que (la hiena, la yegua, esa que tenemos de presidenta) haga algo, lo que sea". Luego se explicitan las medidas concretas: pena de muerte, encierro eterno, baja de edad de imputabilidad a los 10 años, más policía, más gendarmería y si es posible, fuerzas armadas en la calle.
Cuando se sostiene que se puede hacer cualquier cosa, porque una situación supuestamente insostenible así lo reclama, estamos a un paso del estado de excepción. Y cuando se habla de excepcionalidad, acto seguido se plantean medidas que, con el argumento de combatir a un enemigo, se llevan por delante derechos elementales.
Algunos se acuerdan porque lo vivieron, otros porque lo leyeron. Para quienes no lo hayan vivido ni lo hayan leído, basta ir a una biblioteca y revisar diarios viejos. En el verano de 1976, el discurso era semejante: "Así no se puede seguir". "Salís a la calle y te matan". "Que alguien haga algo, lo que sea".
Poco después, el 24 de marzo, vino el golpe.
En ese entonces, el enemigo eran los subversivos, y quienes venían a salvar a la sociedad eran los militares.
Ahora, el enemigo son los delincuentes, y a quien se le pide intervención es a la policía, a la que el gobernador Scioli convoca a "recuperar la calle"; y a las demás fuerzas de seguridad.
En uno y otro caso, a los que se define como enemigos se les quitan todos sus atributos de humanidad. Se habla hoy de los delincuentes como entonces se hablaba de los subversivos: no tienen sentimientos, son hienas, bestias, monstruos asesinos.
El que no tiene humanidad, no es persona. Por eso, se lo puede picanear y tirarlo de un avión. O pegarle hasta que desfallezca, someterlo a submarinos secos y húmedos, o encerrarlo por décadas. No sufre, no padece. Una parte de la sociedad cree que se salva a sí misma entregando la vida, la libertad y los derechos de otra parte de la sociedad, formada por los que percibe como ajenos, como otros. No ve -porque no puede, o porque no quiere, enceguecida por el discurso que le machacan día y noche- que la tragedia de esos otros la va a alcanzar también a ella más temprano que tarde.
En esta visión, quienes rozan la definición de enemigo, les pase lo que les pase, no son reconocidos como víctimas. Luciano Nahuel Arruga, por ejemplo. Un adolescente de 17 años que está desaparecido desde hace diez meses. Como es pobre, morocho, y alguna vez fue detenido por la policía, no parece ser considerado como víctima, no aparece su foto en la televisión, el gobernador Scioli no recibe a su familia. Los policías denunciados en su desaparición son restituidos en sus puestos. Una testigo de la causa es detenida y torturada, sin escándalo alguno.
Esta sociedad debe preguntarse si volverá a aceptar para algunos de sus integrantes un destino de campo de concentración, porque aunque se convierta a la ESMA en un museo, la aplicación sistemática de la tortura, los barrios cercados por la Gendarmería, los operativos policiales televisados, las detenciones masivas y la desaparición de Luciano son trágicos ejemplos de que lo que la ESMA significa continúa brutalmente vigente.
Por Claudia Cesaroni